Friday, January 13, 2006

De colibrices y otras yerbas


De pronto, sin estallidos violentos, casi sin que nada se conmoviera, se hizo trizas aquella vigilia azul y apareció el sueño. Era un jardín. Todo era calmo, sin sonidos, había una nube aposentada sobre los arbustos, las flores, las hojas verdes. Parecía niebla, pero la niebla es fría y moja lo que toca. La nube era tibia y cobijaba todo. En el medio estaba mi naranjo, cerca de la pared del vecino, cerca de la ventana de mi taller. En ese sueño yo no aparecía. No estaba en ningún lugar, pero veía todo, escuchaba todo, quiero decir que no escuchaba nada porque era pleno silencio. ¿Qué hora sería? Seguro era de día, por algunas luces que se metían por algunos costados. El aire no se movía, apenas la nube se mecía suavemente en su solo flotar. Y así estuvimos, un segundo, o una vida. No había tiempo. Nada llegaba ni se iba. Las cosas no pasaban, apenas estaban. Hasta que en un momento se escuchó un plop. Un plop es una señal. Un aviso. Un anuncio. La marca de un instante nuevo. Una continuación en otro tiempo. Un plop te sorprende. Te hace prestar atención. Plop. Plop. Y entonces lo ví: en la horqueta mayor del naranjo apareció y no se entendía bien qué era eso. Era de colores, pero de ningún color. Medio verde, medio azul, medio marrón, medio gris, medio de colores y medio blanco y negro, como yo había soñado siempre antes de ahora. Era medio cuadrado, y un poco medio redondo, y como una caja y como una esfera y tenía un cartel de lucecitas que brillaban y con letras hermosas y titilantes que me puse las manos en los ojos haciendo pantalla y pude leer: “soy un grabador de sueños, soy”. Y entonces me dije: si estuviera despierto eso sería el grabador de sueños de Kohan. Pero estoy durmiendo, soñando. Y fue en ese momento cuando aparecieron, como sonámbulos, apariciones de dimensiones distintas, de galaxias o pentagramas extraños, en claves de sol nublado, por el aire que se puso espeso, por un lado un picaflor medio verde, medio azul, medio volando, medio quieto en el aire, medio libando las flores nectariosas del naranjo, y por el otro lado, paradita arriba del tapial del vecino, mi amiga la calandria, cantora, pajarito difusor, ave cantora capaz de imitar las voces de sus parientes, una especie de precursor mediático de disyoquey, y en medio de mi sueño se pusieron a dialogar, con alegría, sin prisas, pero sin pausas, conversadoras como niñas, como dice mi maestro Zitarrosa, del pago del forista Bruno. Eran dos voces, aguda la del colibrí. Grave la de la calandria. Un contrapunto de soprano y contralto, mas o menos. Y el colibricito dijo:
—Me llamo Huitzilopochtli.
—¿Cómo?, dijo la calandria.
—Huitzilopochtli, pero me dicen Huitzilín.
—¿De dónde sos?
—Del Tenochtitlán. Del país Azteca.
—Y eso, ¿Dónde es?
—Del norte. Muy lejos.
—¡Ah! Dijo la calandria. Y se quedó pensando un ratito. Y enseguida le dijo: Pero no cantás.
—No. Los guerreros no cantan.
—¿Los guerreros?. ¿No sos un pajarito?
—Sí. Pero encarnado. Antes fui guerrero. Ahora vivo solamente de día y tomo del dulce de la flor del naranjo.
—¿No te aburrís?
—No. Es mi destino. Cada cual tiene el suyo. Vos también tenés un destino, no?
—Creo que sí, don...¿cómo era?, ¿don Huitzi... cuánto?Y en ese momento, una bandada de gorriones se interpuso en el ámbito rompiendo la magia del momento. Para peor, el sueño se disolvió. Todo quedó quebrado. Pero había habido un instante, mínimo, pequeño, inconcluso, pero instante al fin, donde tres almas que nunca nos habíamos conocido antes, quizá Clodet, quizá Sergio, quizá yo, nos sentimos unidos por un aura de paz y de corazón y de sentimientos y de algo, no? Y por suerte, el grabador de los sueños había funcionado, Sergio. Mañana te mando un mail con un abrazo. Y a la Clodet también. Y a todos. (¡Qué tontera inventar estas cosas! ¡Pero qué lindo!, ¿no?.)

Guillermo Gazia

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