Sunday, March 05, 2006

LA ESTATUA DE LA PLAZA CUENTA UN CUENTO


Plazas, lo que se dice Plazas, hay en todas partes.
Plazas grandes, plazas chicas, placitas, plazoletas. Las hay con árboles frondosos y de hojas perennes que en el invierno no dejan pasar una gota de sol y te morís de frío. Hay otras con solo arbustos, muy decorativos pero de tan poca sombra que, cuando llega el sol de enero, te asusta cruzar la plaza, porque hay hasta espejismos.
Hay plazas con historias y otras donde nunca pasó nada importante.
Hubo plazas donde estallaron revoluciones y luego resultaron ser el lugar elegido para decapitar a los revolucionarios. Hubo otras, de por aquí cerca, que congregaron multitudes y donde nacieron líderes. De esas plazas, se dice: “por aquí pasó la Historia”.
En todas ellas, seguro había estatuas, o al menos un monumento o un monolito, que son primos de las estatuas. Y si no, al menos hay una placa puesta en algún lugar visible. Lo que una plaza o plazoleta que se precie de tal, no puede dejar de tener, es un buen nombre, que generalmente debe tener coincidencia con la estatua. Por ejemplo, si la estatua es de Saavedra, la plaza se llamará Plaza Saavedra. Yo me imagino el despelote que se podría armar en la Plaza Saavedra si pusieran la estatua de Moreno. —¿Cómo era aquello de “ningún argentino, ni ebrio ni dormido...”?— La estatua es muy importante en una plaza. No por nada esos monumentos fueron testigos de momentos que resultaron transformadores de la vida de la Humanidad... ejem!
Y esto yo lo sé muy bien y casi como en carne propia, porque resulta que yo soy la estatua de esta plazoleta. Pero no esperen que les diga mi nombre. Me hicieron una estatua, (contra lo que resulta común), por haber sido siempre muy modesto y muy sencillo. Nunca me gustó alardear. Y menos ahora, que soy de piedra.
Por suerte y para mi gusto, en esta Plazoleta que a mí me tocó patronar, no pasó nunca nada. Y menos la Historia.
No es más que un paseo rutinario. Aunque debo admitir que a veces se convierte en un sitio encantador, por las múltiples posibilidades de sus encuentros, sobre todo en las pequeñas cosas cotidianas. Y debo admitir que por mi ubicación, aquí arriba, sobre este pedestal, veo cada uno de los rincones de mi Plazoleta.
Por ejemplo hoy, el primero en llegar, como todos los días, fue el Sol. Había tenido que apurar su ingreso para adelantarse al jubilado más madrugador de la zona, don Francisco que, con sus dos pichichos, luchaba con Febo todos los días por ganarle en la tempranería, pero perdiendo siempre, doy fé.
Y por supuesto, casi junto con el Sol llegó la sombra, ubicándose bajo los tres o cuatro grandes árboles y muchos arbustos que le daban carácter, belleza y frescura a mi territorio.
Entretanto las palomas, habitantes de todos los recovecos que pudieran imaginarse en los aleros de las viejas casas circundantes, asociadas al sol, se autoconvocaron sobre los canteros para revolver con sus patitas las areniscas mil veces rascadas y vueltas a rascar buscando encontrar la partícula mineral desechada ayer u olvidada quizá en el día anterior. Las palomitas abandonaban de a ratos ese trabajo para escarbarse el plumón del buche o, coquetas como niñas, hurgar con el pico en la rabadilla, en busca de la cosmética con que aceitar cuidadosamente su plumaje.
Eran coquetas, sí, pero también solían pasarse de confianza, cuando alguna de ellas venía a posarse sobre mi hombro, a lo mejor para alardear ante las demás por su amistad con la estatua. Cuando les tocaba ensuciarme, invariablemente la palomina daba contra esos libros que me habían colocado en la mano y sería la futura lluvia la encargada de limpiarme cuidadosamente.
La vida en la Plazoleta se iniciaba así, de manera apacible, todos los días, como en un ordenamiento sabiamente aprendido. Lo que iba a suceder hoy, por tan repetido, por tan cotidiano, no podía diferir mucho de lo visto ayer, o anteayer, o cualquier día de la semana o hasta del mes pasado. Si había un cambio era mínimo y al reiterarse al día siguiente y al otro, ya iba camino a hacerse cosa acostumbrada, a incorporarse a esa historia, al viejo relato de todos los días que no le causaba extrañeza al sol, ni espantaba a las palomas, ni sorprendía a los perritos de don Francisco, ni molestaba a nadie por allí. Cosa que a mí no me venía nada mal.
Y enseguida les tocaría el turno a los pájaros que antes del amanecer ya habían salido de sus nidales en los árboles y que ahora, en la media mañana, algunos de ellos, los más apurados por sus urgencias del nido o de sus pichoncitos, empezaban a regresar.
Así dibujaban caprichosas líneas en el aire, giros y contragiros de una danza sin principio ni final, bellísima, en una coreografía indescifrable, creación colectiva de miles de pájaros multiplicada por miles de mañanas, con la música del tiempo infinito. Aquel concierto de sonidos y formas comenzaba sin que nadie se hubiera dado cuenta de su inicio y terminaría, indefectiblemente, de la misma manera, cuando la naturaleza supiera cómo empalmarlo en la adecuada continuación.
Y debo confesar que tantos giros y tantos movimientos a veces me producían mareos —un antiguo problema de cervicales— y me costaba un momento adecuarme a todo y serenarme. Y eran estos los únicos momentos de cierta zozobra que me sacaban de la placidez y de la rutina.
A esta altura don Francisco ya estaba cansado de pelearse con sus cachorros, pudiendo y no pudiendo desenredar las correas, protestando en voz alta y en voz baja, retando airadamente y también con cariño a sus mascotas y también a los otros perros callejeros que se le arrimaban, pero cuidando de que su enojo no fuera advertido por sus colegas de la clase pasiva, como esos dos viejos pelados tan callados que siempre venían juntos y se sentaban en un banco más allá, más al sol y allí se quedaban quietos y casi como dormidos, largo rato, antes de retornar a su sombra y seguir adelante con sus misterios propios y con el peso de su ancianidad.
Y mientras el Sol seguía subiendo, se produjo como siempre el ingreso de los nuevos visitantes. Poco antes del mediodía se reunieron como siempre tres o cuatro chicas, las más bonitas de mi plaza, todas con sus delantalitos blancos con encaje de puntillas sobre sus uniformes celestes de empleadas de la clase pudiente, ejerciendo el simpático oficio de niñeras. En las sillitas rojas o azules, con ruedas cromadas y brillantes conducían a los bebés que necesitaban del aire y el solcito para abrir rápido el apetito para su mamadera del mediodía, que traían con su temperatura conservada y listas para que los pequeños las engulleran trago a trago, casi sin respirar, provocando la risa de las chicas ante semejante glotonería.
Y después de los conciertos de provechitos tan festejados, mis chicas favoritas tenían el respiro esperado, ese momento inigualable, como un recreo largo, para ellas, para el intercambio de experiencias y de ilusiones, ganadas en su tiempo libre. Habían sido veinticuatro horas de espera desde el último encuentro. Habían guardado fielmente el recuerdo de sus mínimas cosas, tan momento único, tan propiedad privada. Tan lindo instante para compartir con las amigas, para contarse lo que siempre las chicas tienen para contarse, cuando se es mujer y joven y sobre todo cuando se es tan dependiente de lo que una sola pueda hacer, apenas, por una misma.
Y todo entre risas, con el bochinche del impulso de las emociones empujando las palabras, mientras que allá en su banco, don Francisco parece haberse quedado tranquilo por fin y los perritos se acucharon bajo el banco, durmiendo todos una siesta anticipada.
Eran así las cosas en mi territorio. Nunca pasaba nada. A lo mejor eso: ser tan tranquilo, era lo trascendente. Pero era ahora, por el momento del mediodía, cuando podía aparecer algún rostro distinto, quizá algún personaje no previsto en el orden cotidiano. Como hoy esas dos señoras mayores a quienes los trámites realizados demoraron en la zona y eligieron bien esa sombra y ese banco para descansar un rato, analizar lo realizado y hasta quitarse por un momento ese zapato no totalmente ablandado, buscando el alivio esperado y necesario.
O como recién, este señor, de pesado maletín, quizá vendedor de alguna cosa, a quien la demora en las ventas o un cliente demasiado detallista le atrasó el paso. Finalmente al vendedor le resultó más cómodo elegir ese banco en el centro de la Plazoleta, allí, tan cerca de mí que me obliga a hablar un poco más despacio. Lo veo sacar del maletín un paquetito, extraer cuidadosamente un emparedado del envoltorio, y dedicarse con placidez a disfrutar su almuerzo, que hoy parecía venir un poco retrasado. Pude advertir también que, mientras comía, se dedicó con calma a observar el vuelo de los pajaritos, o descubrir con una sonrisa el tranquilo sueño de don Francisco y a los cachorros, que cada tanto le ladraban al patrón y también, quizá sin darse cuenta, a desparramar en ese lugar algunas migajas que las palomas miraban con avidez esperando atentas en sus privilegiados puestos de observación.
Pero de todas maneras, esos detalles distintos, esas apariciones extrañas, ya estaban incorporados en el paisaje total de la Plazoleta. Aunque no fueran cotidianas, cada tanto había señoras que hacían una pausa en esos bancos y también resultaba familiar y hasta de agradecer, que un vendedor compartiera su almuerzo con nuestras palomas. Esas apariciones no era posible colocarlas en la página de las cosas sorpresivas.
Pero a esta hora, los habitantes naturales de la plazoleta eran otros, como estos chicos del turno de la mañana que a la siesta se escaparon a jugar a cualquier cosa con sus amiguitos. Aquí disponían de un espacio para juegos con un par de hamacas y una barra fija. Pero la verdadera reina era una pelota que siempre llegaba bajo el brazo de alguno de los chicos. En un cuadrado chiquito que quedaba entre los juegos, ya pelado el césped por tantas corridas y frenadas, la pelota convocaba y según cuántos chicos fueran el partido sería “a la cabecita” o “tres contra tres” o a veces, si se arrimaba alguno más, hasta un verdadero picado. Y allí estarían los chicos un buen rato, hasta que la hora, o las ganas, o alguna madre, los llamaran para comer algo, la leche y el pan con manteca seguramente. Y así, tan de repente como habían llegado, desaparecían, con los cachetes enrojecidos, saludados esta vez por los ladridos de los cachorros de don Francisco, inquietos ahora y toreando, sobre el banco. Que eso sí me estaba sonando a distinto, por lo menos.
Pero el turno era ya, para el regreso de los pájaros. De improviso, por un lado u otro de la plazoleta, a medida que la tardecita empezaba a ganarle al día, volvían del campo las bandadas que al despuntar el alba habían volado hacia su trabajo diario de buscar comida. Era de verse el apuro de ingresar cada cual a su árbol y ya dentro de cada árbol, cada cual a su rama.
Y junto con el regreso de los pájaros, llegaba el momento que gratificaba mi papel de estatua y mi permanencia de vigilante, de patrono y protector. Era, lo digo sin tapujos, mi instante preferido, donde la vida me recompensaba, mostrándome y convirtiéndome en espectador privilegiado, del instante mágico en el encuentro de los adolescentes con el amor. Cualquiera que pudiera advertir el movimiento de la placita se daría cuenta ahora para qué y por qué los arquitectos que construyen placitas colocan tantos bancos. Esos bancos, que durante casi todo el día permanecen vacíos, a cualquiera se le hubiera ocurrido que eran elementos decorativos. Pero no, ahora se veía su razón de ser, su utilidad. Poco a poco los bancos de mi plazoleta se fueron ocupando. Al principio, solo chicas, con delantales, con libros, de dos, de a tres, generando un bullicio creciente de charlas, compartiendo chicles, masitas, bromas y risas.
Hasta que después fueron llegando, quizá más callada y hasta más tímidamente, y quizá también en menor cantidad, los muchachos, también con libros, sin desmentir para nada su estado colegial, de la secundaria, que a esa hora acostumbraba a soltar a su libre vuelo los turnos de la tarde. Y entonces ya casi no quedaron bancos desocupados. Algunos chicos caminaban por los veredones, iban y venían, hasta que, poco a poco los grupos comenzaron a transformarse, a hacerse más pequeños, hasta que fueron achicándose y redujeron su expresión hasta el mínimo grupo de una parejita, sumado a otra y a otras muchas parejitas, que duraron lo que un soplo, a tal punto que así, tan velozmente como se habían armado, fueron rápidamente desapareciendo del paseo. Hasta que de pronto, sin que nadie avisara nada, la plazoleta quedara nuevamente desierta.
Casi desierta, decía yo, que ya no podía estar con mi inquietud, por ese casi. Fue llegando la noche y minutos después, cuando el cerrajero cerró su negocio y cruzó la placita para regresar a su casa, se encontró a don Francisco, ya frío y a sus dos perritos ladrando, alarmados y tristes, desconcertados.
Luego, nada más que la campana de la Iglesia llamando a misa de Recordación. Y una sirena en la noche. En tanto yo seguía pensando que aquí, en mi plazoleta, son pocas las cosas que pasan.
No pasa la Historia, es cierto, pero pasa la vida.

Gullermo Gazia
La Pampa

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