Nunca
fue tan claro como en este siglo XXI que saber es poder, algo que las
elites siempre supieron. En la Argentina nunca tuvimos aristocracia y
hoy ni siquiera tenemos oligarquía, sino sólo una aspiración elitista de
alguna riqueza concentrada que sintetiza su pensamiento bajo el lema de
no avivar giles.
La polarización del siglo XX está sepultada en el pasado y lo que se
discute hoy en el mundo es inclusión o exclusión o, en otras palabras,
progreso o regresión en la realización de los derechos humanos. Por
obvia que sea la fórmula todo ser humano es persona, lo que se discute
mundialmente es si avanzamos o retrocedemos en su realización.
Como en nuestro país y en los últimos doce años se están avivando
demasiados giles, es verdad que eso es peligroso para el proyecto
transnacional de sociedad excluyente.
Cuantos más habitantes sepan y aprendan algo, más instrumentos
tendrán para obtener sus derechos, cuando ya no hay zares ni palacios de
invierno para tomar, porque el único palacio de invierno de nuestro
tiempo es el saber.
Las distancias entre las naciones como entre las capas sociales
internas, no las determina sólo la riqueza, sino que se marcan con
discriminación en el saber, en la tecnología y en el know how.
Para nuestros propulsores locales del modelo de sociedad excluyente
(30 por ciento incluidos, 70 por ciento excluidos), las universidades
del conurbano bonaerense y las creadas en las provincias, son peligrosas
fuentes de conciencia ciudadana y de reparto del know how.
Al modelo de sociedad excluyente se le impone contener la expansión
del saber, para frenar la reproducción de potenciales propulsores de la
inclusión social.
Es comprensible que desde el modelo excluyente se quejen de la
existencia de demasiadas universidades públicas y gratuitas y las
consideren un gasto inútil, aunque si fuesen más sinceros, tendrían que
considerarlas un gasto perjudicial, porque son eso para su proyecto de
exclusión.
Los argentinos disfrazados de aristócratas siempre resistieron la
ampliación del acceso a la universidad, que desde la Reforma
Universitaria de 1918 hasta el presente avanza enfrentando sus
aspiraciones elitistas.
Es natural que se pongan muy nerviosos al constatar que el 90 por
ciento del estudiantado del conurbano es una primera generación de
universitarios, que gran parte proviene de hogares humildes, que
recorren calles de tierra, que trabajan.
Siempre les molestó la gratuidad de la enseñanza universitaria. Cabe
recordar la fugaz gestión de López Murphy en 2001, aunque hoy ese
discurso se oculte por poco táctico.
Pero el acceso a la universidad no se garantiza sólo con que la
universidad no cobre aranceles, porque es igualmente inaccesible si el
estudiante debe pagar transporte, libros y materiales, viajar dos, tres o
más horas y también trabajar. Menos aún es accesible para quien en
alguna provincia, directamente deba mudarse a otra ciudad.
El no pago de aranceles es necesario para el acceso a la
universidad, pero en modo alguno suficiente. Las universidades del
conurbano y las nuevas nacionales en provincias, están llevando la
enseñanza universitaria hasta donde nunca había llegado: el barrio, la
propia ciudad, el municipio.
¡Demasiadas facilidades! ¡Lo gratuito no se valora! ¡Sólo se valora
lo que se obtiene con sacrificio! No lo dicen en voz alta nuestros
aspirantes a elitistas, pero lo piensan y susurran en la intimidad
confidencial favorecida por algunos rubios champanes.
Herbert Spencer, el ideólogo racista del liberalismo económico del
imperialismo británico del siglo XIX, decía lo mismo: la enseñanza no
debe ser gratuita, porque no se valora y aprenden a leer libros
socialistas. Su discurso fue acogido en su tiempo por todas las
oligarquías de nuestra región.
¿Sacrificio? Estudiar requiere un esfuerzo que debe exigirse, pero
el sacrificio jamás puede exigirse. Los que se sacrifican son
meritorios, se los considera héroes y hasta se los eleva a los altares,
pero ninguna sociedad puede exigir sacrificios, y menos para
capacitarse. ¿O es que los pobres deben ser héroes para aprender y los
ricos no?
Lo que alarma a nuestros procónsules del modelo transnacional de
sociedad excluyente es, justamente, que estudiar vaya dejando de ser un
sacrificio para los sectores subordinados, y tengan el mismo acceso a la
formación universitaria que los segmentos acomodados. Con las nuevas
universidades sólo se tiende a exigir paridad de esfuerzo, y por eso
tienen miedo, no sea que los otros se esfuercen más.
Si nuestras aspirantes a elitistas realmente quisiesen el desarrollo
y la afluencia de capital productivo, si en serio pensasen en la
industrialización, no considerarían inútil el gasto en universidades,
porque el capital productivo requiere elemento humano técnico, bien
preparado. Las universidades son una inversión para el desarrollo
industrial, pero ellos prefieren abrir la importación.
Aducen nuestros vernáculos imitadores de elites lejanas que hay un
despilfarro, porque hay deserción universitaria. Mienten mucho al
respecto, pero además, si la hubiera, tampoco sería un gasto inútil.
Quienes deserten, de alguna manera llegaron a la universidad y, aunque
no egresen como profesionales, serán mañana trabajadores, o también
dirigentes, sindicalistas, políticos o empresarios. ¿Será acaso un gasto
inútil que hayan pasado por alguna universidad? ¿No será útil que en la
actividad que emprendan sepan algo más?
Otra cosa que les preocupa es el nivel, aunque nunca hayan
manifestado la misma preocupación por el de las universidades privadas.
Pero al margen de eso surgen otras dudas. ¿Acaso no saben que no hay
país en el mundo, por poderoso que sea, que no tenga más que un
escasísimo número de excelencias creativas en cada rama del saber, y que
los otros docentes universitarios son repetidores más o menos
informados? ¿No saben que las pocas cúspides científicas que cada país
tiene se reparten y las universidades se especializan?
¿No será que en vez de discutir una cuestión de nivel académico,
están discutiendo un modelo de universidad? Si lo que pretenden es una
universidad de altísimo nivel, que concentre las excelencias, para que
en ella se forme el think tank de una minoría hegemónica, tienen razón,
porque ese no es el modelo de universidad pública y gratuita que
requiere una democracia.
Por otra parte, parece que también ignoran que buena parte de los
científicos y pensadores del mundo que revolucionaron su saber,
trabajaron en universidades pequeñas y provincianas, mientras no pocas
veces los catedráticos de las grandes universidades les ofrecieron
resistencia, en defensa retrógrada del saber oficializado.
Pero además de todo lo dicho, es menester advertir que no estamos
solos en este mundo polarizado entre modelos de sociedad incluyente y
excluyente y, por ende, los modelos de universidad deben enmarcarse en
esa contraposición.
En la carrera de derecho, por ejemplo, la reducción de los estudios
del primer ciclo universitario a cuatro años, acordada en el famoso Plan
Bolonia europeo, elimina todas las asignaturas que hacen a la formación
histórica, sociológica, filosófica y cultural, para producir solamente
abogados tramitadores.
Si bien los dos ciclos siguientes habrán de producir a los juristas,
éstos serán los menos y, al fin, su trabajo consistirá en reproducir
tramitadores. Centrados en esta tarea, es lógico pensar que sus
elaboraciones serán cada vez más pobres y mucho menos críticas,
limitadas a visiones parciales, tecnocráticas y funcionales a las
corporaciones oligopólicas que se disputarán los servicios de los
mejores tramitadores. Por ende, la subestimación de nuestras
universidades públicas y gratuitas no es una creación intelectual de
nuestros aspirantes a elitistas, cuya inventiva sólo les alcanza para
copiar discursos ajenos, sino ecos de peligrosas tendencias
transnacionales.
La Argentina debe optar en pocas semanas entre dos proyectos:
progresión o regresión, inclusión o exclusión social. ¿Preferimos la
aspiración elitista fomentada por nuestros medios monopólicos entramados
con el capital financiero transnacional, o aspiramos a una sociedad con
base total de ciudadanía real?
La crítica a la ampliación de la universidad pública y gratuita proviene de la aspiración excluyente.
Estemos atentos a los cambios: si muchas veces la consigna fue la
defensa de la universidad pública y gratuita, en esta opción no basta
con eso, sino que se trata de defender también la igualdad real en el
derecho de acceso al saber, como reafirmación de la democracia. La
universidad de una sociedad incluyente debe ser pública, realmente
gratuita y, por ende, democrática. Seamos conscientes de que en nuestro
tiempo la revolución se hace mediante la toma del saber.