Soy un animal de teatro, vivo por y para el teatro. Mi espacio escénico es el mundo, mi techo es el infinito y mi piso es el infierno.
Friday, December 30, 2005
Los cuatro esquineros
El hombre tenía un andar que lo hacía inconfundible. Pausado el paso. Recta su postura. Como si fuera cuidando el detalle de mantener la barbilla sobre la línea de los hombros. Cadenciosos sus movimientos. No le importaban el viento ni el polvo. Caminaba sin apuro esos caminos solitarios y tristes. Hacia el norte, o hacia el sur. Luego volvía sobre sus pasos. Un hombre tranquilo, parecía. Y seguramente lo era. Pantalones grises, zapatos fuertes, un sacón gris, un largo echarpe negro con una vuelta al cuello. Una gruesa carpeta, con papeles, bajo el brazo.
Cierto. Parecía un hombre tranquilo. Pero había algo en su aspecto que lo volvía indescifrable. Y era ese solo detalle el que alejaba toda idea de tranquilidad, para tornarlo distinto, inquietante, hasta sospechoso podría decirse. Como ese silbido quedo que lo acompañaba siempre, o por lo menos desde que apareció por estos pagos casi desiertos de Los Cuatro Esquineros.
Un hombre así no aparecería de golpe, por arte de magia, en ningún lugar. Y menos por allí. A los sesenta años —que más o menos tendría— no se empieza la vida en un sitio como éste, en una encrucijada del camino tan distante de todo, tan olvidada, tan del viento, como supo decir en un alarde expresivo la madre del Perico, aprovechando un instante de silencio entre el fragor de la fragua y el sonoroso sonido del martillo sobre el yunque.
—En Los Cuatro Esquineros nunca se vio llegar de golpe un tipo así y menos que sea de durar todo este tiempo, digo.— Esa fue la acotación y aporte a la inquietud general realizada por don Lisandro Morales, propietario, encargado y único empleado a cargo de la Gasolinera, una venta de nafta de surtidor único accionado a palanca. Y conociéndolo como se lo conocía, ahorrador hasta de palabras, no era de esperar que agregara más comentarios. Las palabras dichas eran esas y por un buen tiempo, no habría más sobre ese tema. Era fundamentalmente lacónico, el hombre. Mientras tanto, al vaivén de los vientos, que no eran suaves por aquel páramo, el pomposo nombre de Gasolinera Morales pintado en el cartel de chapa se balanceaba y chirriaba desde las gruesas cadenas que lo sujetaban a la cumbrera del viejo galpón, ubicado en una de las esquinas, haciendo cruz con la Herrería del Perico, que eso sí, no tenía cartel.
Habría que recordar que el lugar de esta historia no figuraba ni siquiera como paraje o puesto en ninguno de los mapas impresos o por imprimirse para la región. Y eso podría ser por pequeñez, o también por olvido. O quizá por algún sino difícil de explicar. Cuatro Esquineros era un cruce de caminos absolutamente perdido en esas llanuras interminables y polvorientas.
Hasta se podría afirmar que la aparición del Hombre había resultado una especie de bendición para el puñado de habitantes del lugar. Ahora tenían un motivo para empezar conversaciones, aunque siempre iban a finalizar de la manera acostumbrada, con las clásicas risotadas en recuerdo y homenaje de las viejísimas y gastadas anécdotas que compartían invariablemente y siempre con la frescura de la primera vez.
En la otra cruz de las esquinas, completando las cuatro puntas, estaban el negocio de la Viuda López y el almacén de Ramos Generales de Genaro Ramos, cuyo edificio, por ser el más alto de todos, era el privilegiado para albergar en su techo una veintena de palomas, únicos pájaros conocidos en muchos kilómetros a la redonda.
Pero el lugar que verdaderamente convocaba al puñado de habitantes de Cuatro Esquineros era la fonda y pensión de la Viuda López, un pequeñísimo parador con dos camas, un mostrador y tres mesas, donde era regular que se celebraran los encuentros sociales obligados de todos los atardeceres.
Precisamente por allí, una tardecita había aparecido el Hombre, llegando del camino, descendiendo de algún vehículo que nadie advirtió y que se había perdido rápidamente en el poco paisaje. Penetró lento en la Fonda, con una carpeta rebalsando de papeles, bajo el brazo. Parece que luego de un instante, dijo:
—Buenas tardes. ¿Este lugar es Cuatro Esquineros de la Entrevista?
La pregunta estuvo un momento detenida en el aire. Esa voz era distinta. No era como las que se acostumbraba oír en esa Fonda. Hubo una sonoridad especial. Se entendía cada palabra, cada letra, sobre todo esas consonantes tan bien pronunciadas. No se caían al suelo de inmediato. Bueno, si, caían, pero con cierta levedad. Lentas, iban quedando sobre el polvo del aparador, de los mostradores, de las mesas y de las sillas. Cuando terminaron de caer y los oyentes pudieron retornar al que hablaba, a más de uno le pareció que el Hombre dibujaba con su cuerpo, algo que se parecía a una reverencia. También sus manos eran llamativas, movedizas de gestos. O quizá temblorosas. Aunque ese temblor podría ser reflejo de la insegura luz del candil que colgaba del techo. La madre del Perico insistió después que una vez en un teatro había visto a un señor que hablaba así, con una voz sonorosa, que hacía ademanes, y que a veces agradecía con gestos delicados, sacándose el sombrero, o un pañuelo de la manga. Y que después lo aplaudían.—Este hombre parecía uno de ellos.—Dijo más tarde.
Las palabras del Hombre dejaron una sorpresa grande porque además la pregunta era difícil de contestar. En el principio no había problemas. Estábamos en los Cuatro Esquineros, no había dudas. ¿Pero qué era eso de la Entrevista? La mamá del Perico, la Viuda López y don Lisandro Morales, el lacónico, estuvieron de acuerdo que hace mucho, pero mucho, había pasado algo de un encuentro, muy extraño, del que los mayores nunca habían querido hablar muy claramente. Pero era una Encrucijada del tiempo, sí. De esas cosas como mágicas o sobrenaturales que juntan a los muertos con los vivos o al Diablo con los ángeles y que llenan de miedo a los mortales. Ellos eran de la idea que sí. Que alguna vez esto había sido Cuatro Esquineros de la Entrevista. Pero Genaro Ramos, el Perico y los empleados de Genaro, que eran todos más jóvenes, dijeron que no, que esto era Cuatro Esquineros a secas y que se dejaran de joder.
Y discutieron mucho. Casi un mes llevaba el Hombre durmiendo y comiendo en la Fonda de la Viuda López, abonando religiosamente cada día su gasto por adelantado, caminando al viento las mañanas y las tardes, esperando la respuesta, mientras que ellos no se podían poner de acuerdo. Hasta que, un día, casi madrugada, la viuda López se apareció corriendo, alterada hasta los gritos. La herrería del Perico fue el lugar para la reunión improvisada. Y allí les mostró la carta, amarillenta y ajada, de cincuenta años atrás, encontrada entre viejísimos papeles, enviada en aquel entonces por su tía, donde decía del artículo del diario que nombraba a los Cuatro Esquineros y a un filósofo muy importante que había estado allí en una entrevista con otro hombre famoso, que al morirse, había entregado el Testamento de los Personajes, o algo así, que la tía no sabía explicar muy bien en aquella vieja carta.
—Entonces habrá que decirle. Dijo el Perico. Porque ese Hombre había preguntado dónde era, también. Entonces la volvieron a mirar a la Viuda López, para ver si sabía dónde era.
—Por el rumbo del Pampero, a doscientos metros de las Cuatro Esquinas. Así dice en la carta.—Y bueno, hay que avisarle, fue la coincidencia, y fueron hacia el personaje con la novedad. Y el Hombre agradeció.
—Bueno, gracias. Me habían dicho Sur Oeste, pero no sabía.
Y le explicaron. Desde el alero de la Herrería le señalaron el rumbo y el camino que se perdía a lo lejos. Le indicaron que a los doscientos metros hay justo una antigua señal de las mensuras, con trozos de hierros y esas cosas. Hasta allí lo acompañaron y mostraron.
Todos estuvieron muy satisfechos por haber cumplimentado la información, pero sobre todo se aprestaban a vivir algún acontecimiento especial porque adivinaban que algo distinto se avecinaba. En lo primero que se pusieron de acuerdo fue en establecer una vigilancia cercana sobre el Hombre. Siempre debería haber un miembro de la comunidad sobre sus pasos, fuera donde fuera.
Afortunadamente, por esos días el Hombre parecía haber suspendido sus caminatas y pasaba largas horas sentado bajo el alero de la Herrería, en una especie de silla que el Perico había construido en algún momento, con un asiento de arado y dos o tres varillas.
Mientras tanto, la madre del Perico, había comenzado a ejercer cierta conducción en las tareas, quizá favorecida por la ubicación privilegiada de la Herrería o a lo mejor por un pasado que dejaba entrever una juventud cercana a los temas del arte y del misterio.
Así transcurrió un tiempo, con todos los habitantes de Cuatro Esquineros entretenidos en estos nuevos quehaceres. Pero no eran tranquilos los momentos. Había una mal disimulada y creciente expectativa. Para colmo el viento ahora parecía asociarse para dramatizar las cosas, porque soplaba más y más fuerte, de la mañana a la noche. El nuevo juego era adivinar si se produciría una mágica entrevista del Hombre con algún viajero y cuándo, a qué hora, en qué momento. Pero todos suponían que eso era inevitable.
Y al final fue. Un atardecer, cuando el viento pareció calmarse un poco para dejar que las sombras se dibujaran más largas en la arena, se vio algo allá, en el horizonte, medio como en contraluz. Primero no fue nada, solo un punto. Pero fue creciendo muy rápido. Hasta que se pudo ver al visitante. Un hombre flaquísimo, de traje oscuro, que venía por el medio del camino, como una aparición patética, haciendo andar con sus manos la silla de ruedas que lo conducía.
Al verlo, nuestro Hombre se paró bajo el alero de la Herrería, dispuesto a salirle al encuentro. La madre del Perico, no pudiendo ya detener tanta curiosidad contenida le tomó las manos y le preguntó, en un ruego:
—Señor. ¿Quién es usted?. ¿Quién es? ¡Por favor!
—Soy actor. Fui un actor. Vengo por el último acto. ¿No me siente las manos frías?
Dijo así y salió al camino. La madre del Perico había sentido un súbito escalofrío al tocarle las manos, pero igual pareció quedarse esperando alguna reverencia. Entretanto, el Flaquísimo había detenido su silla de ruedas en la marca de las mensuras y solo esperaba. El Actor caminó esos doscientos metros con su paso de siempre y siempre con su bufanda al viento y el carpetón bajo el brazo. Al fin se enfrentaron.
—Usted me llamó. Dijo el Flaquísimo.
—Sí. ¿Y Usted? Fue la pregunta.
—Soy García, a secas. Recibo testamentos. Viajo a bajar telones, también. Es mi trabajo. Soy de Argentores.
—Me imaginaba. Bueno, terminemos. Apuró el Actor, seco, cortante.
—No se ofenda. Esto es un homenaje. No se hace con todos. No todos los actores tienen el privilegio de llevarse un personaje para siempre.
—¡Ajá! ¿Y quién?
—Los grandes: Casacuberta, Podestá, Parraviccini. El último fue Carlos Carella.
—¿Qué se llevó Carella?
—“El Tuco”, de El Acompañamiento. De Gorostiza.
—¡Ah! Con razón no se hace... El Actor parecía haberse quedado sorprendido. Lo miró fijo al de la silla de ruedas. — No fueron muchos mis trabajos. No esperaba el homenaje.
—No es por la cantidad.
—¿Entonces?
—Tampoco por la calidad. Son otros valores: actitudes, detalles, sinceridades...
—Entonces terminemos. Aquí le traje todos los textos, todos los personajes. Esta ha sido mi vida. Este es mi testamento.
—¿Está todo? Déjeme revisarla. Por Reglamento tiene que estar todo. Usted se va y el repertorio tiene que quedar libre. Además, Ud. necesita liberarse. ¡Vivir toda una vida con tantos personajes dentro! Las manos expertas y los ojos rápidos de García registraban velozmente los papeles.
—¿Está el cura?
—Por supuesto, dos curas tuve. Uno de traducción. Otro argentino. Yo debuté con “Los Fusiles...” de Brecht y muchos años después hice “Quiere comprar un pueblo?” de Lizarraga. ¡Cómo me gustaron! Están los dos. La sotana fue la misma. ¿La necesita?
—No hace falta. ¿El Checo de la Biunda, está? ¿Y aquel del pasacalle que hablaba con el títere, el que quería conquistar a la primera actriz? ¿Está Colón? ¿Está Yepetto?¿Está el hombre del flemón, de Dragún?
—Está todo, García, está todo. Estoy apurado, no me queda tiempo.
—¿Está el Gerald Croft, de Priestley?
—Si, está allí atrás. Ese nunca me gustó. Demasiado inglés. Poco cartel.
—Ya sabe que se puede llevar uno de sus personajes. ¿Lo eligió?
—Sí. Me llevo el Chicho. El Chicho de La Nona es mío. Una vez me dijeron que el autor lo hizo para mí, sin conocerme. Además, lo estoy ensayando de nuevo.
—¿Cómo ensayando? Usted ya está...
—Ya sé, García. Pero uno nunca sabe. Bueno, chau.
—¡Espere! ¡Falta uno!
—¿Cómo que falta? ¿Cuál falta?
—Había uno de un niño que miraba el cielo entre los durmientes. Ese no está...
Entonces pareció que el Actor se iba a poner a llorar, como si lo hubieran descubierto en un engaño, o algo así. Le reclamó de inmediato, le habló con sinceridad, explicando que ese rostro de niño no era de un personaje, que era solo un cuento que él leía con deleite cuando era muy joven. García no cedió. Era implacable. El Reglamento obligaba a ponerlo en el Patrimonio. El Actor se serenó de golpe. Pegó un nariguetazo rápido, tomó aire y adoptó esa clásica posición con la cabeza un poco reclinada hacia atrás, que tantos éxitos le había reportado y con el camelo mejor encontrado, puso en juego su mejor herramienta, esa voz cálida que tenía, con el tono de verdad que generalmente le ayudaba a cautivar a todos en los momentos íntimos.
—No lo tengo, García. Nunca lo tuve. Siempre estuvo acá.— Entonces señaló, poniéndose la palma de la mano abierta sobre la frente, mientras le esquivaba los ojos al flaquísimo... Y repitió, ya marcando una cierta congoja: —Acá está.— Apenas suspiró mostrándole ahora la palma de la mano abierta y temblorosa, en el colmo de un gesto de franqueza estudiado mil veces. Se miró la mano y le dijo, con casi imperceptible impostación: —Es un cuento de Costantini... Aquí el Actor pareció quebrarse, a punto de la congoja. Se superó con alguna dificultad y continuó: —García, Ud. sabe...— Entonces hizo una pausa larga con la mano en el aire, dejando colocado el ademán como sólo saben hacerlo los viejos actores, sin cortar la figura y deteniendo el tiempo.
—Póngalo aquí— Dijo García, aflojando y abriendo su mano para que el Actor pusiera palma sobre palma. El toque se produjo y esas manos estaban tan frías y tan secas que casi sacaron chispas.
El Actor, que había envejecido muchísimo en los dos últimos minutos, pareció despedirse o algo así y comenzó a alejarse, siempre hacia el rumbo donde las nubes se iban tiñendo cada vez más de rojo y de morado. Dicen sus amigos de Cuatro Esquineros que en algún momento creyeron ver que ya no tenía el carpetón. Que ahora caminaba con un diario doblado bajo el brazo. Genaro Ramos indicó que tampoco tenía la bufanda negra. Don Lisandro Morales alcanzó a ver que ese hombre, ahora distinto, llevaba un pucho entre los labios, en tanto que Perico se manifestaba tan sorprendido, que no había advertido ninguno de esos detalles. Su madre, en cambio, que seguía con enorme atención e interés todo lo que sucedía, estaba segura que ya no era el mismo hombre. Que ahora se trataba de alguien distinto, que tenía otra postura, que se movía como si estuviera dialogando y hacía algunos gestos, un especial tamborileo de sus dedos, como si tocara un instrumento. Y juraba y perjuraba que el Flaquísimo, al despedirlo, le había dicho:
— Chau, Chicho, suerte.
Y después, nada más. Ni Chicho, ni Actor, ni García, ni nada.
Solo el viento.
Cuento de Guillermo Gazia
Santa Rosa, triste noche del 1 de junio de 2004
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1 comment:
Los cuentos empiezan a ser buenos cuando cualquiera que los lea sienta lo que sintió el autor. Cuando les corresponde el caracter de universalidad.
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