Al principio no se le notaba, pero él se dio cuenta que ella estaba rara, como ausente y por momentos sus reacciones eran extrañas. En su casa nadie había reparado en nada, salvo algún comentario fugaz como: “no está mas gorda Lucía?”, y ella con vergüenza se daba vuelta y se iba a su cama. Ahora estaba segura de lo que pasaba, sentía otra vida en su interior, y ese hormigueo extraño no era el producto de comida en mal estado o un golpe de frío. Esperó hasta último momento para contarle a su Romeo, y cuando la realidad era insostenible decidió huir de su casa y junto a él buscar un lugar donde compartir sus vidas y que sirviera de hogar para la nueva familia. Les costó conseguir algo aceptable y muchas noches las pasaron en la calle (por suerte era verano) y se alimentaban como podían. El le conseguía comida para ella y a veces no alcanzaba para los dos, por lo que le mentía y le decía que había picado algo por el camino. El empezó a enflaquecer al mismo ritmo que ella engordaba. La difícil situación hizo que estuvieran mas unidos que nunca, mas enamorados, y todas las noches recorrían aquellos lugares que habían sido testigos de tanta pasión, tanto desenfreno. Todos los bancos de la plaza Almagro tenían el aroma de ese amor tan puro y tan salvaje al mismo tiempo. Finalmente llegó el momento largamente esperado, se habían obstinado en no buscar ayuda, en representar el último acto juntos, cuanta decisión y coraje para compartir todo. El alumbramiento tuvo lugar en un paraje solitario debajo de la autopista. Ella expresaba sonidos muy agudos que desgarraban la quietud de la noche acompañando el sagrado momento del parto. El, casi raquítico, por la escasa comida de las últimas semanas sólo atinaba a observar (que fácil el papel de nosotros, tan machos que nos hacemos a veces, no podemos acercarnos siquiera al esfuerzo monumental del rol de una madre pariendo, sabrá Dios por qué hizo así las cosas...). Ahora sí, ya con los pequeños afuera podía colaborar un poco más. Primero se encargó de la placenta y junto a Lucía exhausta fue lavando los recién nacidos como podía. Eran cuatro, siguiendo la herencia materna, cuatro hermosos pequeños gatos, peludos, pegoteados de sangre gelatinosa, que con todo de amor de padres estaban siendo lavados a lenguetazo puro. Ah, …me olvidaba sus nombres: Isis, Osiris, Cleopatra y Samanta (una negrita de ojos verdes que iba a dar que hablar).
3 comments:
Mucho orgullo felino, cuan necesario para ser humano
MUY MUY BUENO ME ENCANTO!!!
CARIÑOS.
MIAUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU
Muy dulce
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