Cambiar de barrio siempre me ha producido cierto sentimiento ambivalente. Tristeza por dejar los sitios conocidos, los lugares íntimos de la cuadra, aquellos que uno transitaba a ciegas, amigos que no siempre estaban cuando uno los requería, vecinos cascarrabias y de aquellos amables que te saludaban cada vez que te cruzaban, amén de esos eternos desconocidos de siempre que viven en tu mismo bloque pero no los conoces ni aunque te los cruces todos los días.¿No les ha pasado que hay gente que uno nunca llega a conocer aunque los ve a diario y después, quizás de años te los enfrentas en una calle semi oscura y allí te salta el chip y te dices: ¡éste es el chabón que vivía al lado de Fito que siempre salía con una campera negra gastada y con un par de lentes con un solo vidrio, pero que nunca supiste el nombre!¡ Sí, es ese, el del Fitito azul que para entrar había que bajar el vidrio con la mano y abrir la puerta desde adentro!
Alegría, por otro lado, pues siempre que cambiábamos de barrio era porque había aparecido algún apartamento mejor, e íbamos a estar más cómodos (salvo una vez, pero eso es otra historia).
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No me quiero ir por las ramas, por lo que seguiré con el relato. En la cuadra, se comentaba que los antiguos ocupantes de la casa eran miembros de una mafia rusa escapados de una cárcel de Siberia, pero ya sabemos todos como son estas historias de barrio, en la que los personajes día a día cambian de roles según el relator de turno. Ahora era una caja sellada donde no se escuchaba ruido alguno. Hasta las ratas, si las había se debían mover en silencio.
Una noche, los chicos del barrio decidimos dibujarle una puerta. El gordo Roque afanó de su casa un tarro de pintura que había quedado de no se que refacción y le agregamos todos unos pomos de témpera de distintos colores con tan mala suerte que nos quedó un color fucsia rabioso. Allí empezamos a discutir que no podíamos pintar de fucsia una puerta porque sería de maricón, a lo cual saltó Jorge, que tenía un hermano gay y siempre creía que lo estábamos jodiendo por eso, por lo que tuvimos que separarlo del gordo Roque que se estaba cgando de la risa, bueno era un quilombo y por una boludez casi terminamos a las piñas. Al fin se hizo la paz luego de que todos convenciéramos a Jorge que nadie lo estaba cargando y que el gordo Roque le dijera que ser gay no era nada anormal, que hasta él un día se había fijado en un rubiecito lindo de la otra cuadra (no sabemos si lo dijo por conformar a Jorge o era cierto, pero nadie se animó a preguntárselo nunca).
Bueno, allí estábamos, cerca de las 22 horas empezando a dibujar una puerta fucsia pegada a la nuestra. Manos a la obra.
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